Un cuento corto sobre el espíritu de la navidad. A veces todo pasa sin darnos cuenta.

Primer relato de los Martes de Relato. enviado por

Julieta Talavera | shournalista.com | @shournalista

A veces todo pasa sin darnos cuenta.

a veces todo pasa sin darnos cuenta

Hacía días que no me podía limpiar bien los anteojos, había intentado diferentes ropas, la franela que venía en el estuche y como último recurso: las servilletas del café del centro. Aquél truco de limpieza recomendado por mi ex oculista, la hermana de mi primer oculista Pipino, el que me había recetado los anteojos plásticos de carey con patillas rojas, esos que me asentaban la cara de entre niña-genia niña-nerda y sembraban la duda al caminar. Pero las nubes de mugre seguían allí, pegadas a los vidrios de acrílico, yendo de un lado al otro. Talves no era más que una sensación, pero mis anteojos no funcionaban.

Estaba en un momento especial. Estaba en un paraíso del caribe que se aprecia mejor bajo el sol, o sea sin anteojos o con anteojos de sol, pero como carecía de estos últimos que tantas veces mi marido me había recomendado mandarme a hacer, solo me conformaba con meterme al mar que siempre se presentaba en gamas de azul uniformes, asentadas por mi astigmatismo miope. A la noche miraba las estrellas con los anteojos sucios, pero ni me daba cuenta. Para leer, usaba mi ojo bueno y el unico triángulo limpio que me quedaba y había encontrado la posición estratégica en la reposera que aseguraba la lectura acompañada del adormecimiento de una pierna a la vez.

Cuando no tenía más ganas de hacer la parabólica con mis gafas, pensaba en muchas cosas, menos en la Navidad. Me gustaba el caribe pero me aburría fácil. El mar nunca fue mi lugar preferido, además las noches eran frías y el ruido de las olas demasiado monótono y constante. No soy de las personas que encuentran placentera la música del canto de ballenas. Sabía que mi vejéz estaría condenada a vacaciones como estas y me resistía a practicarlas en las épocas de plena de juventud. México era un paraíso, sí, pero durante los primeros 3 días, un mes entero rodeada de arena y sal es muy diferente. Tenía plena conciencia de todo esto cuando recibí el llamado de mi esposo con la pregunta capciosa de si deseaba viajar a la ribera maya y con pleno conocimiento de mi futuro cercano, mentí y cedí porque sabía que había sido un año muy difícil para él y que deseaba más que nada en el mundo nadar en esta playa, a metros de la cabaña desde donde estoy relatando lo sucedido. Planeábamos regresar a Nueva York en la víspera de las fiestas y celebraríamos nochebuena en la ciudad, al menos eso habíamos planeado.

Quizás porque no había tenido mucho contacto con otra persona que no sea mi esposo, un ruso que nunca esperó a Papa Noel ni conoce de nombre a los reyes magos, era que no sentía el más mínimo espíritu navideño. El último 24 de diciembre había sido poco convencional, en un restaurante francés, rodeada de nieve, botas, guantes y llamados telefónicos, es decir que el tema de las navidades extrañas ya lo arrastaba desde hacía un año. Tampoco me preocupaba demasiado. Por primera vez en la vida deseaba volver a trabajar, quizás porque era la primera vez que trabajaba de lo que me gustaba o porque necesitaba dotar de sentido mis actividades. Los primeros días me angustié un poco, pensando porqué a Andrei y yo no compartíamos el mismo concepto de vacaciones y por unas horas me atormentó la idea de que la diferencia de edad se estaba haciendo presente entre los dos, pero tuve buenas razones para olvidarlo rápidamente.

El hospedaje era relativamente cómodo y lejos de grandes lujos. Una cabaña rústica con techo de hojas de palmera y paredes de troncos (más conocida como “choza de paja”) ubicada sobre la playa asegurando la briza del mar las 24hs. Nuestro hogar estaba compuesto por una cama colgante del techo por medio de sogas plásticas color amarillas, cubierta por una mosquitero blanco, con un colchón de dos plazas, unas colchas hechas a mano, una sola sábana de abajo color crema con rosas rojas y el resto del espacio era ocupado por una mesa pequeña y una silla de jardín de plástico decolorada por el sol que había ido a parar a a la sombra de nuestra cabaña, como última escala antes de la basura. Teníamos frutas frescas, agua embotellada, un calentador eléctrico, 2 computadoras nuevas, dos reproductores de música, libros (uno per cápita, insuficientes para mí desde el tercer día), cuadernos, cámaras de fotos (varias), lociones para el cuerpo y sopas instantáneas japonesas para ataques de hambre. Si hay algo para resaltar en mi marido, es que siempre está alerta de mis necesidades y pendiente de satisfacerlas. Una noche, mientras nos vestíamos para ir a dormir, A me había compartido con la mirada brillante y el pecho lleno de orgullo, lo poco que necesitábamos para vivir y ser feliz, pero entonces recordé que estábamos pagando la estadía con dinero hecho en otro país y busqué en mi cabeza las palabras justas para compartir mi respuesta a su sonrisa hippie sin ser demasiado directa ni hiriente, me gustaban esos ataques de pensamientos irracionales no sustentables que lo atacaban cuando estaba relajado y disfrutando, como queriendo prolongar ese sentimiento de placer por medio de la razón. Luego de 13 días y al contrario de resignarme, yo contaba los días para volver.

A y yo estábamos desconectados en cualquier sentido, tiempo o espacio y ya ni siquiera comíamos juntos, cuando el almorzaba, yo recién estaba desayunando. Las tardes se me hacían eternas yendo de la reposera a la cabaña luego de haber realizado los tours disponibles y tampoco había más donde ir. Ya había conocido todos los lugares aledaños dispuestos entre los 3 kilómetros que nos separaban del pueblo e incluso, el pueblo entero, que no tenía ni biblioteca ni cine. Nos despertábamos a diferentes horarios y durante las noches me atacaba el imsomnio, mientras él, caía derrotado bajo las mantas al primer contacto con la almohada que destilaba aroma de sal marina ya que A no se bañaba con agua dulce desde hacía una semana. Caminábamos juntos por la playa, compartíamos té verdes con galletas de vainilla, mirábamos el atardecer y las estrellas en la noche y nadábamos juntos cuando el clima acompañaba, pero todas esas actividades eran insuficientes para completar el tiempo libre, además no me sentía muy cómoda cerca de él, porque mi desesperación era notoria y no quería perturbar su tranquilidad en el paraíso ni cargar con culpas. Claramente esas vacaciones no eran la luna de miel que veníamos postergando.

Un mes antes, Verónica, mi mamá, había rendido un examen de matemática. A sus 43 años, había decidido completar una asignatura pendiente, retomar las clases en la Universidad de Buenos Aires y recibirse finalmente de psicóloga. Como en su momento (1987) solo había completado una sola materia de la carrera y abandonado, su nombre no figuraba en los registros y si bien le reconocieron el 80% de las materias de ingreso, la obligaron a rendir semiología y matemática para reinscribirla como alumna en la carrera. El primer cuatrimestre, arengada por toda la familia, rindió con éxitos semiología, pero en la segunda mitad de año, su vida quedó resumida a cuadernos, funciones trigonométricas y números. Verónica se automatizaba repitiendo las fórmulas en voz alta y la frase “practicar y practicar” pero si bien, había puesto todo su esfuerzo, no fue suficiente para pasar el primer parcial y sólo llego a obtener un humillante 1. Se desanimó un poco al principio pero luego, la derrota no hizo más que alentarla para seguir y así, triunfó en el segundo parcial y salió del aula dando pequeños saltitos y besando la hoja del examen. Solo le faltaba recuperar el primero y así poder rendir una última instancia final. Durante una semana entera, solo hizo ejercicios de matemática y visitó diferentes profesores por toda la ciudad, en busca de más práctica, fiel a su lema y alimentada por Rolly, la cocinera que estaba de visita por su casa. Llegó el día y Verónica se presentó al exámen llena de esperanzas, nervios y comida japonesa en el estómago. Se sentó en su banco con 2 lapiceras extras y una goma de borrar azul y rosa de las que me había robado más de una vez y que había encontrado justo antes de salir a rendir e interpretó como una señal mística, de esas del destino. Según palabras de mi madre, el examen fue muy fácil, pero no lo aprobó. Salió del aula sin saltos y con el parcial en la cartera. Nadie le preguntó nada porque el resultado se evidenciaba en sus pasos cortos, chuecos y la cabeza gacha, mezcla de tristeza y otras cosas. Fue hasta el baño de la facultad y evitó el espejo, se repetía a sí misma palabras que no la convencían y cada tanto emitía algún “buu” en voz alta que rebotaban en los azulejos blancos de la sede de agronomía. Saliendo del sanitario pateó algo sin darse cuenta, quizás producto de un descuido, quizás una señal del destino, pero allí estaba, una moneda de 5 centavos que relucía desde el piso. La tomó en sus manos y al gritito de “jaa!” repitió aquella frase que tantas veces evocado y que ahora cobraba pleno sentido literal.. “5 para el peso”. Allí estaban sus cinco, los que le faltaron en el examen y ahora se le aparecían con su forma original. El evento mágico no le quitó la amargura de la derrota, pero le provocaron una risa espontánea completamente incomprendida por una alumna que entró al baño y vió a la señora de los festejos poco convencionales, riendo con una moneda en la mano.

La playa estaba tranquila, la arena y las olas se diferenciaban por el color, todo era plano. El viento no estaba más, así como había llegado, había desaparecido. El agua era cálida, mucho más que de costumbre. Nadé sola por una hora y con A otro tanto. El cielo despejado era celeste claro pastel y el agua turquesa profundo, con tonos verdes, con gamas azules. La quietud en el agua era tan intensa que me sentía una perturbadora de la paz oceánica nadando en él, cada brazada generaba nuevas pequeñas olas que se deslizaban suaves por la superficie. La sal me molestaba menos y por primera vez el sonido del mar me inspiró algo diferente. Andrei revisaba los mapas para trasladarnos, había estado planificando una aventura a la selva que quería corroborar conmigo punto por punto pero sin espíritu de revancha, sino con un sentimiento abierto, con el deseo de que yo disfrute las vacaciones. Me había perdido perdón en su idioma natal, en español y en defecto, en inglés también. Fuimos hasta un pueblo cercano a comprar libros, comimos un helado de gigantes y muchos turistas se detuvieron a tomar fotos del espectáculo de crema y chocolate. Regresé a trabajar en mi libro desde la playa y con un anotador, ese que le había robado a mi abuela Pichón en Buenos Aires y me di cuenta que no necesitaba la computadora  que estaba Nueva York para seguir trabajando. Hice un registro fotográfico para un proyecto que se me ocurrió viajando en taxi hasta la cabaña y re-diseñé en papel mi página web. Asistí a Debora Green a distancia desde diferentes bares con wi-fi y empecé a escribir esta historia navideña. No tuve tanto tiempo de quejarme y aburrirme y el lugar se me convirtió muy acojedor luego de una limpieza y un cambio de sábanas. Ya no me quería ir a ningún otro lado, le dije a mi marido, que me sorprendió con una sonrisa grandota y un beso apasionado. Lo ví más hermoso que nunca, bronceado, lleno de vida, con un nuevo corte de pelo que le asentaba sus facciones y resaltaba su mirada. Era el mismo hombre del que me había enamorado en un lugar muy parecido al que estoy ahora, lleno de sol y de mar.

Feliz de la vida y dispuesta a darme una ducha caliente, fuí hasta el baño para abrir el agua y dejarla correr para que tome temperatura mientras iba en busca del jabón y la toalla. Pero justo antes de entrar a la cabaña noté que algo brillaba en la arena, un objeto extraño y pequeño que mis ojos sin gafas no podían dilucidar. Me agaché y encontré algo que pude distinguir rápidamente sin demasiado esfuerzo. El asombro perduraba aún después del baño y mientras me encremaba las rodillas. Sirviéndome un vaso de té verde, me sentí hasta avergonzada de mí misma por lo afortunada que era y de lo acostumbrada ni cuenta me daba. Me coloqué los anteojos de marco negro una vez más y esa vez, vi todo claramente. Tomé la moneda de 5 centavos todavía llena de arena y la lavé en el mar. No era posible que yo la haya traído porque no andaba con encima con dinero argentino, tampoco había compatriotas en las cabañas vecinas y la moneda aunque muy vieja y pisoteada, no perdía su valor. La puse en la mesita de la cabaña y me senté a escribir el final de esta historia, que no habla más, que del espíritu de la navidad.

Felices Fiestas!

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